lunes, 19 de octubre de 2015

DEL CAPITAL INDUSTRIAL AL CAPITAL FINANCIERO EN MÉXICO

III. DEL CAPITALISMO INDUSTRIAL AL CAPITALISMO FINANCIERO EN MÉXICO  (1940-1982)
 Valentín Vásquez
Oaxaca, México
valeitvo@yahoo.com.mx

1. Introducción

Las reformas implementadas durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), principalmente la nacionalización del petróleo y los ferrocarriles, así como la liquidación de la vieja hacienda latifundista heredada del porfirismo con fuertes resabios pre-capitalistas –peonaje por deudas y tiendas de raya--, sentaron las bases económicas para el desarrollo de una agricultura capitalista que aportara las materias primas y el aporte de divisas para el desarrollo del capitalismo industrial y financiero, durante el período de 1940-1970. El triunfo del capitalismo industrial y financiero implicó la derrota y control del movimiento por parte del Estado, a través de la represión e imposición –“charrismo”- de dirigentes afines al gobierno y empresarios privados en los principales sindicatos: ferrocarrileros (1948), petroleros (1949) y mineros (1951). En 1958-1959, resurgió el movimiento popular, siendo el ferrocarrilero el más importante en su lucha por rescatar a su gremio del control oficial, pero fue reprimido y derrotado violentamente.

El desarrollo del capital industrial y financiero fue acompañado por la activa participación del Estado en la economía, mediante la creación y adquisición de empresas, no para desplazar a la empresa privada, sino para apoyarla, a través de precios bajos de los bienes y servicios públicos. El mayor número de empresas estatales se formó durante los gobiernos de Luis Echeverría (1970-1976) y López Portillo (1976-1982), período que coincide con la crisis del capitalismo industrial y financiero. La crisis también explica, el hecho de que muchas empresas del Estado, fueron producto de la adquisición de empresas en difícil situación financiera, para salvarlas de la quiebra.

Para 1970 en el marco de la crisis mundial del capitalismo, el capitalismo industrial y financiero entra en crisis. Esta favorece la consolidación del capital financiero, ya que es en ésta década cuando se produce la concentración y la centralización del capital financiero con la creación de la banca múltiple o universal. Con esta se genera un mayor entrelazamiento del capital financiero con las empresas industriales y de servicios.

En el ambiente de crisis se produce la confrontación del gobierno con el capital financiero, dando como resultado la creación del Consejo Coordinador Empresarial (1975), organización política-empresarial para enfrentar a la política económica de Luis Echeverría, particularmente al Estado “empresario”, confrontación que culmina con la nacionalización de los bancos en 1982.

Conforme se desarrolla el capitalismo: del industrial al financiero (1940-1982) se produce la concentración de la riqueza en un reducido número de empresarios, a tal grado que antes de la nacionalización de los bancos en septiembre de 1982, un reducido número de grupos financieros –alrededor de 26- conforman una verdadera oligarquía financiera  que concentra la riqueza, contrastando con la extensión de la pobreza en sectores cada vez más amplios de los trabajadores.


2. Origen del capitalismo industrial y financiero (1940-1970)

Olivares (1992), escribe que el Cardenismo sentó las bases para la industrialización acelerada durante el período 1940-1960, al señalar que en el ámbito de la estructura industrial, el período en cuestión se refiere a la considerada por Marx como correspondiente a la última fase del ciclo artesanado-manufactura- y gran industria. El México se alcanza por entonces la etapa industrial altamente desarrollada, que supone la entronización de los grandes consorcios y la articulación de los conglomerados, cuya integración horizontal y vertical revela su participación dentro del capitalismo monopolista mundial, es decir el imperialismo, aunque sin perder su carácter dependiente y subdesarrollado. La racionalidad alcanzada en la organización científica del trabajo y el control monopólico, tanto de las fuentes de materias primas, del propio proceso productivo y de los canales de distribución del mercado, permiten que la célula básica a que hace referencia Marx, cuando se refiere a la esencia de la revolución industrial, esto es, la fábrica en su concepto moderno, coincida con el desarrollo en el nivel mundial de la nueva división internacional del trabajo abierto a partir de la etapa posbélica. Los signos de modernización y crecimiento acelerado por nuestro país son visibles en especial en las manufacturas llamadas “de punta” al convertirse en las dinamizadoras del fenómeno y determinan el rumbo y condiciones a seguir. Los métodos ampliamente probados de producción, la introducción de nueva tecnología y la organización científica del trabajo, en las industrias matrices, determinan el “salto” de la industria de transformación, en cuyo seno se encuentra la mayor concentración del capital extranjero. Entre 1936 y 1952, las manufacturas son las “niñas” prodigio del aparato productivo, pues mientras que la producción agropecuaria crece a un ritmo de 3.2%, aquellas crecen a 7.2% anualmente. Y desde la óptica de la participación extranjera en la economía del país, se aprecia claramente la poderosa atracción ejercida por la industria de transformación sobre la inversión extranjera directa, cuyos ritmos de crecimiento entre 1939 y 1955, no han sido igualados en la historia reciente, ya que tan solo en 16 años creció en 467%, esto es, casi a una tasa de 30% anual. Otros aspectos relevantes de la estructura industrial se refieren al impulso recibido por los sectores de tecnología y sistemas de trabajo más complejos. Las manufacturas “tradicionales”, como la producción de alimentos, bebidas y tabaco, así como los textiles, ceden terreno a la industria química, metálica y de maquinaria; fenómenos que responden a la tendencia de modernización del aparato productivo, mediante la incorporación de tecnologías que inauguran una nueva etapa en el desarrollo de las fuerzas productivas, esto es, el inicio de la revolución científico tecnológica, en que para las primeras, las industrias “tradicionales”, con sus herencias artesanales y métodos casi manuales y de baja productividad se estancan o se convierten en “satélites” de las industrias modernas, lo que significa una estructura desequilibrada, incoherente y falta de correspondencia entre sus partes y con otros sectores económicos. La legislación fiscal de entonces sobre la industria, favorece la instalación de industrias “nuevas y necesarias”, mediante el otorgamiento de exenciones y subsidios fiscales, así como la construcción de corredores industriales, que además de beneficiar a las empresas grandes y propiciar la absorción de las pequeñas y medianas industrias, provocan su debilitamiento y aun su quiebra. También, Vizgunova (1978) reafirma lo anterior, al escribir que de 1940 a 1960 la industria mexicana creció a un ritmo relativamente acelerado. Por el volumen del producto nacional, el ritmo de crecimiento y algunos indicadores económicos, México superó a la mayoría de países latinoamericanos. Creció de modo especialmente rápido la producción industrial. De país agrario atrasado, México se convirtió en un país agrario-industrial, uno de los más desarrollados en América Latina. Aunque la mayor parte de la población económicamente activa se dedicaba a la agricultura y actividades asociadas con ella, la contribución de la industria al producto nacional bruto aumentaba notablemente. Si en 1950 ésta contribución era del 22%, en 1960 llegaba ya al 29% y en 1965 al 31%. Se produjeron importantes cambios en la estructura de la producción industrial. Hasta la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en México crecían de modo preferente la industria minera, la textil y la alimenticia. En los dos últimos decenios rápidamente comenzaron a desarrollarse industrias que presentaban un estado embrionario, tales como la siderurgia, la refinación de petróleo, la energética y la cementera. Durante las décadas de 1950 y 1960 comenzaron a crecer intensivamente algunas ramas industriales, como fueron la petroquímica y la química, ciertas variedades de la metalurgia, la construcción de maquinaria y la producción de materiales de construcción. La presencia de nuevas ramas contribuyó a industrializar el noreste, el suroeste y algunas otras regiones del país. El problema del latifundio, a pesar de ser menos grave, no había sido resuelto. Los grandes terratenientes, como en el pasado poseían grandes extensiones de tierras. Según el censo agrícola de 1960 existían en el país 13,200 propiedades rústicas de más de 1,000 hectáreas cada una, con una superficie total de 92.6 millones de hectáreas. Estas fincas constituía apenas el 0.6% del total de propiedades particulares y, sin embargo, ocupaban el 52% de la superficie total del país. La mayoría de los nuevos latifundios se habían convertido en economías  de gran producción mercantil de tipo capitalista y proporcionaban la mayor parte de la producción mercantil agropecuaria del país. El sector estatal de la economía y la política económica gubernamental fomentaron el desarrollo económico de México. A partir de 1960 dentro de la estructura del sector estatal, además de la poderosa industria petrolera y los ferrocarriles, quedaron incluidas otras importantes ramas de la economía, como la industria eléctrica, la siderúrgica y la química. A través de la red de bancos nacionales dependientes del gobierno, el Estado controlaba y dirigía hacia la producción hasta el 50% de los recursos crediticios del sistema bancario. De este modo, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el sector estatal capitalista amplió considerablemente su espacio económico, colocando bajo su control sectores claves de la economía. Al mismo tiempo, no quebrantó las posiciones del capital extranjero. De acuerdo con los datos oficiales, el volumen de las inversiones extranjeras directas en México en 1961 fue casi siete veces más alto que en 1940, y ascendió a 15,678 millones de pesos. En 1965 esta cifra se elevó a 24,250 millones de pesos. Además, la orientación de las inversiones extranjeras directas cambio radicalmente. A fines de los 30 y principios de los años 40, la mayor parte se destinaron a la industria minera, la electricidad, las comunicaciones y transportes; en 1960, se dedicaron a la industria de la transformación más de la mitad de las inversiones directas y en 1968 cerca de dos terceras partes. Este cambio de orientación en las inversiones extranjeras directas señala la tendencia de los monopolios internacionales a controlar la industrialización del país e impedir su desarrollo independiente.

En el siguiente cuadro se muestra el grado de dependencia respecto del capital extranjero.

Cuadro 1. Control de la industria por el capital extranjero
Industria
%
Fabricación de neumáticos
100
Química
92
Electrónica
88
Automotriz
83
Farmacéutica
81
Fabricación de detergentes
81
Construcción de maquinaria
69
Construcción
55
Siderúrgica
31
Fuente: Vizgunova (1978)

Además, el capital extranjero mantenía firmes posiciones en las ramas tradicionales: la minería (90%), la textil (62%) y la alimenticia (57%). La concentración monopólica de la producción en México es muy alta en el período referido. En la industria, el 1.5% del total de empresas controlaba el 80% de los capitales; en el comercio, el 1.8% de las empresas, cerca del 60% del capital total; en los servicios, menos del 1% de las empresas tienen en sus manos el 82%. En cuanto a su cantidad, tres cuartas partes de los capitales privados correspondieron a 67,000 empresas industriales, comerciales o de servicios, mientras que en total existían cerca de medio millón de empresas privadas. La monopolización se presenta principalmente en las ramas nuevas y más dinámicas de la industria. En México, los grupos monopolistas financiero-industriales asociados a los monopolios extranjeros, conquistaron posiciones cada vez más firmes. Así pues, el capitalismo mexicano alcanzó su relativa madurez entre 1940 y 1970. La ampliación de la esfera de explotación capitalista incorporó a las filas del proletariado nuevas capas de la población trabajadora provenientes del campesinado y de la pequeña y mediana burguesía empobrecida. La composición del proletariado se hizo más compleja. Nuevos destacamentos de empleados de las esferas productiva y no productiva se incorporaron a sus filas. También se amplió considerablemente la composición del proletariado industrial por ramas de producción; se formaron nuevos grupos de obreros fabriles en las ramas más modernas de la industria. Aumentó el peso específico del proletariado fabril en conjunto. Con el desarrollo industrial se intensificó la concentración de obreros en las grandes empresas y complejos industriales, así como en distintas regiones. Las relaciones capitalistas en el campo provocaron un aumento del proletariado agrícola que, que en las condiciones específicas del país, constituye uno de los destacamentos obreros más numeroso. Cuantitativamente el proletariado mexicano urbano y rural, contaba en 1960 aproximadamente con 6.5 millones de trabajadores, y absorbía más de la mitad (57.5%) de la población económicamente activa. De este modo, se ha convertido en la fuerza social más numerosa y una de las clases fundamentales de la sociedad mexicana.

En el cuadro que sigue se presenta la estructura social de México para 1960.

Cuadro 2. Estructura social en México (1960)
Clase
Miles de personas
Grande y mediana burguesía urbana
100
Latifundistas y burguesía rural
130
Proletariado urbano
3500
Proletariado y semiproletariado rural
3000
Campesinos y ejidatarios
3000
Capas medias urbanas
1600
Fuente: Vizgunova (1978)

Es evidente que en la década de 1960, el proletariado del sector fabril –urbano y rural- empezó a predominar en el conjunto de obreros y empleados, mientras que en 1930, constituía aproximadamente la mitad del total de ocupados, debido principalmente al aumento considerable de la concentración de obreros de la industria de la transformación.

Gracida y Fujigaki (1989) explican que durante el período 1940-1960, la economía mexicana conoce un patrón de acumulación en el cual la agricultura es desplazada paulatinamente por la industria, en particular por la manufacturera, como eje impulsor del proceso. A la vez surge y se consolida el capital financiero que habrá de sostener la monopolización acelerada de los años siguientes. Este desenvolvimiento, con una base agraria y activa participación del Estado, va acompañado por la creciente inestabilidad en el sector externo, una acentuada concentración del ingreso y la participación ascendente del capital extranjero. Los empresarios de procedencia porfiriana y de los años veinte y treinta, quienes algunas veces conforman los primeros grupos monopolistas  mexicanos, mantienen estrechos vínculos con la burguesía comercial y bancaria mediante operaciones mercantiles, juntas directivas y negocios en el ramo de bienes raíces. Beneficiados por la política proteccionista del Estado y por el crecimiento económico, algunas de las antiguas empresas –que en 1965 representaban el 27% de las 938 mayores-, fundan o participan en la creación de importantes bancos, financieras e instituciones auxiliares de crédito, interrelacionadas con la industria, dan origen a varios de los grupos financieros del país. Las modificaciones de 1941 a las leyes de instituciones de crédito sientan también las bases para la rápida expansión del sistema bancario privado y su mayor entrelazamiento con la actividad industrial. En este proceso juegan un papel relevante las sociedades financieras que, autorizadas por la ley en 1932, amplían sus tareas a partir de 1941. Las instituciones particulares más antiguas son los bancos comerciales de depósito y de ahorro que, en ocasiones, cuentan también con sus propios departamentos de valores. Otorgan préstamos tanto a plazos cortos, medianos y largos y son, asimismo, soporte a partir del cual se organizan los grupos financieros. De este modo, la emisión y distribución de los valores de las empresas industriales, tarea primera de las financieras, aparece desde un principio vinculada con el sistema bancario privado. A medida que avanza el proceso de industrialización surgen y se difunden nuevos procedimientos en la unión del capital industrial con el bancario. Con esta base, entre 1940 y 1958 tienen lugar el acelerado crecimiento y la modernización de la estructura bancaria y crediticia nacional, una de las condiciones esenciales para el avance del desarrollo de la industria y punto de partida para el surgimiento y consolidación de la burguesía financiera. Los bancos comerciales canalizan abundantes recursos en dirección a sus financieras. En 1965, tres de las más grandes son filiales de los mayores bancos particulares: Financiera Bancomer, del Banco de Comercio -Bancomer-; Crédito Bursátil, del Banco Nacional de México –Banamex-, y la Compañía general de Aceptaciones, estrechamente asociada con el grupo industrial y financiero de Monterrey. Con el fin de impulsar y reorientar la apropiación del excedente hacia el sector privado, el Estado había puesto en marcha la política de tarifas y precios bajos de los bienes y servicios producidos por la empresas públicas; así como un sistema impositivo preferencial que reforzaba los niveles de protección, especialmente en la industria. Este tipo de política fiscal se inició en 1926, pero en realidad es con la Ley de Industria de Transformación promulgada en 1941, y la Ley de Fomento de Industrias de Transformación, de 1946, cuando adquiere mayor relevancia. En 1955 entró en vigor la Ley de Industrias Nuevas y Necesarias, que no modifica esencialmente la orientación de las reglamentaciones anteriores, pero pretende hacer más selectivo el otorgamiento de los apoyos. En la legislación de 1955, las empresas consideradas como nuevas o necesarias por las secretarías de Hacienda y Crédito Público e Industria y Comercio pueden obtener exención de impuestos a la importación, ventas, timbre, utilidades y exportación. De su clasificación como básicas, semi-básicas o secundarias depende que el beneficio lo reciban por diez, siete o cinco años. Desde los años cuarenta la industria, conformada por las actividades extractivas, energéticas, de construcción y transformación, crece a ritmos superiores a los del PIB. En la primera década del período, la construcción destaca como el sector más dinámico, debido a la expansión de las obras públicas, las ciudades y las construcciones privadas. Por su parte, los energéticos –principalmente petróleo y electricidad-, con el impulso de la inversión pública crecen en forma continua. En cambio, las industrias extractivas pierden el papel rector que tuvieron en las etapas anteriores. Las pequeñas y medianas empresas de reciente creación alientan la formación de capital en las manufacturas. Por lo general se trata de plantas productoras de bienes de consumo inmediato para el mercado interno, propiedad de una fracción emergente de la burguesía. Temerosas de la competencia exterior, participan de la ideología nacionalista empeñada en un desarrollo industrial sobre bases internas. Desde la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (CANACINTRA), promueve la alianza con el Estado y las organizaciones obreras. En abril de 1945 firman un pacto obrero-patronal con la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Algunos de los propietarios medianos y pequeños se asocian hasta transformarse, en las últimas décadas, en poderosos grupos con influencia en diversos campos de la economía. Mantienen buenas relaciones con el Estado y no es raro encontrar entre ellos a funcionarios públicos. De las 300 empresas industriales más grandes del país, consideradas tomando en cuenta su producción bruta total en 1965, se observa que aproximadamente el 17.4% surge entre 1939 y 1945. A pesar del crecimiento habido –las manufacturas elevan el valor de su producción en 128% en comparación al 71.5% del quinquenio anterior- el aparato industrial no se modifica sustancialmente. Los cambios más importantes se refieren al descenso de la contribución relativa de alimentos, bebidas y textiles, en particular respecto al número de establecimientos y capital invertido, así como al surgimiento y expansión de algunas ramas estratégicas: productos metálicos es el caso más sobresaliente, seguido por la siderurgia, cemento y químicos. Para fines de los cincuenta y principios de los sesenta CANACINTRA y asociaciones intelectuales vinculadas a ella presionan para limitar la inversión extranjera directa. En coincidencia con la ideología oficial de los primeros años, propugnan porque el desarrollo del país se financie, en lo esencial, con ahorro interno y la inversión exterior tenga un carácter complementario, asociado al capital nacional y sin participación en las industrias básicas. Demandan para tal efecto una reglamentación cuidadosa que pueda impedir la descapitalización y la dependencia comercial y financiera del país. En contraste, desde la Confederación de Cámaras Industriales (CONCAMIN) y la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio (CONCANACO), grandes empresarios y comerciantes reclaman un trato “sin privilegios y sin discriminaciones” para el capital externo, con el cual empiezan a tener importantes nexos. El financiamiento interno, manifiestan, es insuficiente para garantizar el crecimiento y la modernización de la estructura productiva; se requiere por lo tanto el concurso de la inversión extranjera, sin reglamentaciones que pudieran determinar su retraimiento. En los primeros diez años del período, cuando se trata de intereses conjuntos méxico-norteamericanos, la colaboración de las compañías extranjeras se da más a través de dirección técnica y uso de patentes, que mediante la inversión de capital. Si son subsidiarias, entonces se prefiere la instalación de plantas nuevas, antes que la compra de empresas previamente establecidas. Sin embargo, a partir de la sexta década, esta tendencia se revierte, y para los años sesenta la adquisición de empresas establecidas representa ya el 54% del número total de filiales. Es pues en este lapso cuando se inicia con gran rapidez el proceso desnacionalizador de la economía. Así habría de resolverse la confrontación que en el período escenifican las fracciones nacional e imperialista de la burguesía. Antes o después, los empresarios de origen nacional terminan ensamblando o subordinando sus intereses al capital extranjero.

Semo (1989) explica que para los años 60  el capitalismo no solo había terminado de ser “incubado”, sino que había engendrado las condiciones suficientes para la proliferación de bancos privados y sociedades financieras, la multiplicación de las plantas industriales, y la incursión de la clase media en el consumo. Son los años del ascenso de la élite financiera que inicia su encumbramiento en la jerarquía del poder económico. La derrota de la oposición obrera ensanchó el dominio de las tendencias despóticas en el movimiento sindical. Ello no solo posibilitó al gobierno “pacificar” las organizaciones de los trabajadores, sino que aceleró el ascenso de la burguesía industrial y financiera en el bloque del poder. Sometido el movimiento obrero, los empresarios industriales lograron un espacio de acción en el Estado, tan amplio como su alianza con la burocracia sindical; si en la década de 1950 su poderío ya era extenso, en la del 60 habría de ser determinante, los industriales y la banca fueron desplazando a dominios secundarios a los demás sectores de la sociedad y, en especial, a los sectores agrarios.

González Marín (1987) escribe que durante el período 1950-1970, se produjo un cambio cualitativo en el desarrollo del capitalismo en México, cuyos rasgos principales son los siguientes:

a). Importancia creciente de la industria y el comercio, contrastando con la disminución de la agricultura.

La creciente importancia de la industria es la consecuencia de la división social del trabajo, es decir, del hecho de que las ramas industriales se separen y se independicen de la agricultura. Separación que no solo abarca al producto, sino también a sus operaciones parciales de producción. Al mismo tiempo, de la industria extractiva se desprende la de transformación y la agricultura se convierte en una industria. Con el desarrollo de la división social del trabajo una rama industrial demanda a otras, materias primas y auxiliares, refacciones, partes del producto, etc. Además aparecen nuevas industrias, tanto de medios de producción como de bienes de consumo. En este proceso la industria se expande y se fortalece convirtiéndose en un de las actividades más importantes de la economía nacional. Este proceso de expansión industrial se observó en México, a partir de los años 50 del siglo pasado, cuando ya habían sido sentadas las bases del desarrollo capitalista. La reforma agraria cardenista, la construcción de una red considerable de carreteras y de otras obras de infraestructura importantes, el fortalecimiento del sistema de crédito, la nacionalización del petróleo y de los ferrocarriles y finalmente la fundación de un conjunto de organismos y empresas del Estado, orientados a impulsar la industrialización del país. Además, el Estado había logrado corporativizar al movimiento obrero y campesino para ponerlo al servicio de la política de industrialización capitalista. Si se compara la participación  de la industria y del comercio en el Producto Interno Bruto (PIB) de 1950 a 1970, se aprecia que estas dos actividades contribuyeron con más del 60% en 1970, mientras que la agricultura alcanzó apenas el 11.33%, lo que significa que una parte cada vez mayor de la población ocupada en la agricultura migró a las ciudades para trabajar como obreros en las industrias o como empleados en el comercio y los servicios. Así pues, el desarrollo de la industria y el comercio se transformaron en polos de atracción para el campesinado, lo cual lleva implícito el crecimiento de las ciudades y la conversión de la agricultura tradicional campesina en agricultura capitalista. Esta última tuvo que producir con técnicas modernas y con trabajo asalariado, materias primas para la industria y para sí misma, así como alimentos para la población que no los produce directamente y que tendrá adquirirlos a través del mercado. La agricultura capitalista implica la proletarización del campesinado y su transformación en proletariado agrícola, lo cual explica que para 1950, los obreros agrícolas sumaban 1.5 millones, para 1960 alcanzaron la cifra de 3.2 millones y para 1965 eran ya 3.7 millones.

b). Crecimiento de la población urbana en contraste con el descenso de la rural y la formación de grandes ciudades.

La agricultura y la minería fueron actividades que por siglos ocuparon a la mayoría de la población en México. A medida que el capitalismo fue ganando terreno de ellas se desprendieron actividades y hombres. Este proceso que se movió lentamente y que tuvo sus rupturas críticas, se acelera a partir de los años 40 del siglo pasado, cuando se inicia el proceso de industrialización, hasta llegar el momento en que la población que vive en las ciudades es más numerosa que la asentada en el campo. La agricultura tiene que hacerse más productiva para estar en condiciones de alimentar una población creciente, surtir de materias primas a la industria y exportar productos agropecuarios para generar las divisas que el proceso de industrialización reclama. La industria, sobre todo a partir de 1950, acelera su producción, surgen nuevas ramas y empieza a extenderse la utilización de maquinaria en otros sectores de la economía, así como la organización del trabajo tiende hacer más disciplinada, tal es el caso de la agricultura de tipo capitalista. El campesino que emigra a las ciudades es sometido como asalariado a las nuevas condiciones laborales que el capital impone. Las ciudades son, entonces, los centros de atracción de esa masa empobrecida de campesinos que en poco tiempo dan origen a grandes urbes urbanas y con estas se crean nuevos problemas, como son, contaminación, escasez de vivienda, necesidades de agua potable y drenaje y otros servicios públicos.

La distribución de la población rural y urbana, así como su movimiento temporal, se observa en el siguiente cuadro.

Cuadro 3. Movimiento temporal de las Poblaciones urbana y rural (1950-1970)

Población (miles de habitantes)
Población (%)
Año
total
urbana
rural
Urbana
rural
1950
25,791
10,983
14,808
42.6
57.4
1960
34,923
17,705
17,218
50.7
49.3
1965
41,404
22,648
18,756
54.7
45.3
1970
48,993
28,710
20,283
58.6
41.4
Fuente: González Marín (1987)

En el cuadro anterior, es evidente que el “salto” cualitativo para pasar de un país rural o agrícola a uno urbano-industrial se produjo en 1965, cuando la población urbana (54.7%) supera claramente a la rural (45.3%). Paralelamente con el predominio de la población urbana, aparecen simultáneamente, entre 1950 y 1970, grandes ciudades, cuya población y secuencia temporal, se aprecian en el siguiente cuadro.

Cuadro 4. Evolución temporal de la población de las grandes ciudades (1950-1970)
Ciudad
Estado
1950
1960
1970
% aumento (1950-1970)
México
Distrito Federal
2,574,973
466,028
6,644,719
158.05
Guadalajara
Jalisco
397,837
793,564
1,298,953
226.50
Monterrey
Nuevo León
333,422
596,939
918,361
175.44
Puebla
Puebla
211,331
289,049
413,269
95.56
Juárez
Chihuahua
122,566
269,119
407,370
232.37
Naucalpan
Edo. México
7,464
10,365
382,184
5020.36
León
Guanajuato
122,726
209,870
364,990
197.40
Tijuana
Baja California Norte
59,952
152,374
327,400
446.10
Mexicali
Baja California Sur
64,609
174,540
267,356
313.81
Promedio




686.56
Fuente: González Marín (1987)

En el cuadro (4) mostrado arriba, se evidencia un enorme crecimiento de las ciudades, ya que entre 1950 y 1970 su población aumentó en promedio 686.56%., debido principalmente al predominio de la industria, de tal forma que en dicho período, la producción industrial aumentó en 335.31%, muy superior a la agricultura e incluso a los servicios que se incrementaron en un 236.18%. La industria fue la actividad más dinámica de la economía mexicana. En 1950 el producto interno bruto industrial representaba el 26.98% del PIB total, y para 1970 el 34.44%. Dentro de la producción industrial, las industrias más dinámicas fueron las que fabricaron bienes intermedios y de capital. Así de 1959 a 1969 el aumento anual promedio de la industria de bienes intermedios fue del 10.8% y de capital el 13.4%, ambas superiores al crecimiento de la industria  que fue del 8.8%. El aumento de la industria de bienes de consumo fue más lento a partir de 1950 (5.8%), contrastando con la década anterior en la que había sido una de las industrias más dinámicas. Las industrias de bienes intermedios que destacan por su crecimiento son la industria petrolera, de 1950 a 1970 creció a una tasa promedio anual de 8.91%, la petroquímica básica el 43.14%, la petroquímica secundaria el 10.61% y la industria siderúrgica el 11.40%. El elevado crecimiento de la petroquímica básica se debió a su reciente creación, pues antes de 1950 era casi inexistente. Con respecto a la industria productora de bienes de capital, en las que se engloban las ramas fabricantes de maquinaria y las metalmecánicas, su tasa de crecimiento anual promedio de 1950 a 1970 fue del 11.27%. Destaca en este sector la industria de la construcción y reparación de maquinaria y la fabricante de aparatos accesorios de maquinaria y productos eléctricos. El acelerado crecimiento industrial generó grandes ganancias para el capital industrial debido a tasas de explotación de los obreros industriales muy superiores al 100%, lo cual repercutió en el descenso relativo de los salarios durante el período de 1950 a 1970.


3. Crisis del capitalismo industrial y confrontación del capital financiero con el Estado (1970-1982)

3.1. Crisis del capitalismo industrial

Álvarez Mosso (1987) argumenta que durante la etapa de la posguerra se produjeron cambios tecnológicos importantes que impactaron el crecimiento de la economía mundial. Pero al espectacular crecimiento de casi veinte años le sucedió también una espectacular caída de la economía capitalista. En México, de acuerdo con estimaciones elaboradas por el Banco Mundial, la inversión bruta fija –maquinaria y equipo- del sector privado creció a una tasa promedio, en términos reales, de 9.7% durante el período 1966-1972, o sea por arriba del crecimiento del producto interno bruto, que durante ese mismo período fue de 6.5%. La situación dio un viraje en los siguientes años. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) documentó que el ritmo de desarrollo de la economía de nuestro país fue, en 1976, el más bajo de los últimos 23 años. Señalaba un estancamiento en la producción expresado en una inversión pública menor, caída en el ritmo de la inversión privada y en una reducción del sector manufacturero, derivado a su vez de una contracción del mercado interno. Por su parte, los empresarios agregaban otras causas: contracción de la demanda, la devaluación del peso en 1976, el crédito y la inflación. Declararon que los principales factores que podían influir en la recuperación de la economía eran la demanda y el crédito. Las opiniones de los empresarios confirman el planteamiento de que la superación de la crisis debe estar en la demanda y el crédito. El comportamiento descendente en la inversión iba teniendo un papel decisivo en la ganancia capitalista. El Centro del Estudios del Sector Privado, informó que a partir de 1974 la rentabilidad de la empresa presentó una drástica caída. En ese año se obtenían 7.8 centavos por peso de venta; en 1975 disminuyó a 5.5 centavos, en 1976, esta relación solo fue de 2.3 centavos por peso vendido y en 1977 de 1.8 centavos. Es evidente pues, la caída de la ganancia capitalista. En 1977, un organismo gubernamental realizó una amplia encuesta a las empresas privadas. En ella se determinó que el 47.8% de los negocios de la muestra había realizado ajustes de personal. De ellas, casi todas redujeron tiempos extras y turnos. Los efectos de la contracción económica en las ganancias pudieron atenuarse en las empresas más grandes a través de diferentes mecanismos. El más efectivo fue el incremento de la productividad en combinación con los ajustes de personal. Es decir, se mantuvieron los mismos volúmenes de producción pero con un número menor de trabajadores. También es importante destacar las diferencias notables entre las ganancias de las empresas monopólicas y las pequeñas y medianas. En términos generales las empresas más grandes, con más poder económico, pudieron enfrentar la crisis, mejorando incluso sus ganancias. Destacan en ese grupo las empresas dedicadas a la producción de bienes exportables, favorecidas por la devaluación del peso en 1976. Entre las causas localizadas en el centro del problema de la crisis está el movimiento del crédito. Se sabe que cuanto más avanzado es el desarrollo del capitalismo más se generaliza la utilización del crédito. Como el rasgo más importante de la crisis es la imposibilidad de vender lo producido, entran en conflicto las dos fases de la acumulación capitalista: la producción y la circulación –venta-. Ambas requieren dinero, pero la complejidad de las relaciones capitalistas hacen que el dinero sea no solamente el instrumento por medio del cual se realiza el cambio, sino que es también, el medio a través del cual el cambio de un producto por otro se desdobla en dos actos, independientes entre sí y separados espacial y temporalmente uno del otro. Esta situación que se repite todos los días en las compras diarias, en las relaciones comerciales de una empresa con otra, en los intercambios mercantiles internacionales, es contradictoria y lo es mucho más con el crecimiento del crédito. Lo que sucede en el fondo es que la abundancia de capitales, nacida del proceso de producción, va encontrando obstáculos en el mercado, porque los ingresos de la población disminuyen su participación con relación a la riqueza creada. Hasta un determinado momento, las compras para pagarse a plazos solucionan temporalmente el problema y lo hacen en mayor medida cuando los créditos se destinan a la inversión, pero cuando más se retarda la caída, más violenta ocurrirá después. La situación financiera de un gran número de empresas tenía en los setentas excesivos porcentajes de pasivos –deudas- a corto plazo. Quizás las empresas monopólicas más poderosas no se incluyeron en este caso, pero más del 40% del total de las empresas tuvieron serias dificultades de incrementar su producción, sino lograban equilibrar sus problemas de crédito. Lo anterior significa que las grandes empresas hicieran un menor uso del crédito que las medianas y pequeñas; en relación a los recursos propios, al contrario, en términos generales, los pasivos totales de las primeras representaron en promedio 71% de sus capitales activos, en cambio en las pequeñas y medianas el 37%, pero lo que determina el acceso al crédito es la solvencia económica de unas y otras. Cuando el crédito no está suficientemente garantizado por la inversión, la producción y las ganancias deja de ser un factor de impulso para convertirse en un freno. Las deudas deben ser pagadas y las fuentes de financiamiento se reducen. Según indicadores del Banco de México, el financiamiento total en moneda nacional otorgado por el sistema bancario durante el período de septiembre de 1976 a marzo de 1977 –en plena crisis- cayó en 49.6% respecto al mismo período anterior en términos reales. Si la contracción crediticia se percibiera desde el lado de los consumidores, se encontraría un fenómeno parecido. El comercio ha venido creando una serie de mecanismos mediante los cuales se garantiza la demanda final, a cambio de una promesa de pago, con la única condición que el deudor tenga cierta solvencia económica. Ha proliferado la compra en abonos de artículos domésticos, facilidades crediticias para la obtención de casas y automóviles, tarjetas de crédito, préstamos bancarios, etc. Los de la deuda se dejan sentir finalmente en el ingreso de los consumidores cuando las deudas tienen que pagarse, entonces se contrae la capacidad de endeudamiento y también el mercado. En cuanto al Estado, una parte de sus gastos la realiza con recursos propios provenientes en lo fundamental de los ingresos fiscales y otra, considerable, de préstamos privados y externos. Recurre más aun a éste último cuando pretende atender a la baja productividad, a estrangulamiento en las industrias básicas, al deterioro de la producción agrícola, y, en fin, a detener la caída económica e intentar la recuperación, así pues, las crisis son inherentes al capitalismo y son parte del ciclo industrial: crecimiento, auge, recesión y crisis, pero cada vez se van haciendo más violentas y estructurales. Son las respuestas violentas para “solucionar” temporalmente la contradicción entre la socialización cada vez mayor de la producción y su apropiación privada y más particularmente para hacer corresponder y realizar los dos procesos contrapuestos de la acumulación capitalista: producción vs circulación.

Saldívar (1989) escribe que el 15 de noviembre de 1969, la IV Convención Nacional Ordinaria del PRI formalizó la candidatura del entonces Secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, como futuro sucesor de Gustavo Díaz Ordaz en la Presidencia de la República, acompañado por la burocracia sindical y por prominentes banqueros y capitanes de la industria. Luis Echeverría desde la toma de protesta como candidato a la presidencia recurre a las consignas de “arriba y adelante” y la “Revolución Mexicana está inconclusa”. A escasos meses de su arribo al poder, se publica de forma extraoficial su programa de gobierno, en el que destacan los siguientes objetivos:

a). Crecimiento económico con distribución del ingreso.

b). Reforzamiento de las finanza públicas y del sector paraestatal.

c). Reorganización de las transacciones internacionales y reducción de la deuda externa.

d). Modernización de la agricultura y aumento del empleo.

e). Racionalización del desarrollo industrial.

De acuerdo con los objetivos explícitos o implícitos de su programa, buscaba reorientar la estrategia del desarrollo estabilizador basada en el logro de un mayor ritmo de crecimiento, independiente de los costos sociales, como lo había hechos sus antecesores desde mediados de la década de 1950. Con los nuevos planteamientos pretendía, teóricamente, recuperar la iniciativa del Estado y la política económica como instrumento de cambio lo que, de algún modo, implicaba que el poder alcanzado por la burguesía y, en particular, por el gran capital financiero monopolista ligado al capital extranjero, tenía que ser reorientado para lograr un desarrollo más equilibrado. De hecho, el proyecto del gobierno de Echeverría, tenía como meta ampliar la representatividad y la presencia de la pequeña y mediana burguesía nacionales dentro del bloque dominante y reducir el predominio absoluto del gran capital financiero nacional y trasnacional. Es decir, intentaba “democratizar” al capitalismo. Con otras palabras se pretendía que el Estado mexicano recuperara el proyecto conjunto, tanto político como económico, de la burguesía y no solo de los intereses de una fracción específica de misma. Más para llevar a cabo tal programa, el grupo gobernante tenía, necesariamente, que apoyarse en los sectores de los trabajadores organizados. Tal intención, así fuese solo verbal, recibió el franco rechazo por parte de los sectores más reaccionarios y poderosos de la burguesía. Esta actitud se materializó en la “pérdida de confianza” y en un real repliegue de la inversión privada. En este sentido, por una parte se trató de cubrir el vacío que dejaba la inversión privada, recurriendo al endeudamiento público y no al aumento de la carga fiscal sobre los intereses del gran capital. Se produjo así una suerte de incompatibilidad entre la expansión del gasto público y la débil política de financiamiento vía ingresos tributarios y recursos propios. Por otra parte, se destinaron cuantiosos recursos a obras de infraestructura social, que crecieron en un 82%, así como al mantenimiento y expansión de la burocracia y al sostenimiento de agencias, fideicomisos y múltiples comisiones, la mayoría de las cuales a la larga no justificó su funcionamiento. De acuerdo con los planes del régimen, la inversión privada debería haber reaccionado favorablemente ante el incremento de la actividad económica, evidenciada por el crecimiento del producto interno bruto –PIB- en 1972 de 7.5%., logrado a través por el aumento del gasto público, sin embargo, no ocurrió así, como se confirma en el cuadro siguiente.

Cuadro 5. Tasa media del crecimiento de la inversión (%)
Período
Total
Privada
Pública
Foránea
1961-1966
10.6
10.3
11.0
0.7
1966-1971
6.8
9.0
3.3
9.4
1971-1976
7.5
5.0
11.5
8.9
Fuente: Saldívar (1989)

A partir de 1972, la inversión privada ya no fue el factor más dinámico de la economía; su contracción, iniciada desde finales de la década anterior, adquiere en 1975 y 1976 tintes de franca huida. Durante el corto período de 1972-1974, tanto el gasto como la inversión públicos, junto con el capital extranjero asumieron el papel central en el crecimiento de la economía. No obstante, a pesar de la acelerada expansión del gasto y la inversión públicos, no se recuperaron las tasas históricas de crecimiento económico del período anterior. A partir de 1974 la economía mexicana entra en una fase de abierta crisis y recesión, junto a un acelerado proceso inflacionario y de especulación desatado por la burguesía financiera monopolista, como medio para mantener sus elevadas ganancias. Aunado a lo anterior, desde mediados de 1976 se comienza a aplicar una política económica de naturaleza contraccionista, la que en los hechos se traduce en el apoyo total al capital privado, con el consiguiente sacrificio de las masas trabajadoras, que cargan sobre sus hombros el peso de la crisis y de las medidas de recuperación. Huelga decir que en tales condiciones el llamado modelo de desarrollo compartido fue un profundo fracaso, debido a la oposición y rechazo de la burguesía financiera. Esto explica porque desde 1940 hasta la década de los 70, el salario redujo su participación en la renta nacional. Así, según Labra (1977), citado por Saldivar (1989), lo explica en los siguientes términos: “Si bien en 1950 el 4.8% de las familias más ricas se apropiaba del 40% del ingreso, para 1974, el 3.5% absorbió el 60.2%. Los trabajadores recibieron como pago a su contribución 31,2% del PIB en 1960 y 19.4% en 1974, mientras que los pagos por capital crecieron de 64 a 76% en ese período. Se ha estimado que en 1976 los asalariados percibieron, a lo sumo, 18.2% del PIB”. A pesar de la desigualdad y a la reducción del salario respecto a su participación en la renta nacional, los sucesivos gobiernos del período analizado (1940 a 1982), ninguno ha implementado una reforma fiscal que fortalezca las finanzas públicas y se revierta la caída de los salarios, por temor a que la iniciativa privada reduzca la inversión. Así pues, en lo fundamental se mantuvo el criterio de que la captación de ingresos no debe afectar la decisión de invertir del capital privado. Bajo tal lógica las reformas fiscales continuaron gravando, particularmente los ingresos de las personas físicas, sin gravar las ganancias de las empresas.

3.2. Confrontación del capital financiero con el Estado

La pugna con el gobierno de Echeverría, impulsó a la burguesía financiera monopolista, a la constitución del Consejo Coordinador Empresarial (CCE) en mayo de 1975, cuyos puntos más importantes de su ideario programático son los siguientes:

a). En una sociedad democrática la actividad económica debe corresponder a la inversión privada, ya que la producción de bienes y servicios no es función del Estado.

b). Es deber del Estado alentar y promover la inversión privada que dé cómo resultado la creación de nuevas fuentes de empleo. Se deben evitar políticas proteccionistas y los incentivos que provocan la proliferación de industrias ineficientes

c). El futuro desarrollo de México depende de la expansión del sector privado de la economía, se deben evitar el intervencionismo y la competencia desleal oficiales. Con respecto a la economía mixta el CCE critica la expansión de las empresas estatales dentro de la estructura industrial y subraya que “la sistemática tendencia del Estado para intervenir como empresario constituye un grave peligro para el ejercicio de los derechos individuales”, reiterando que las empresas estatales deben ser vendidas o revendidas a inversionistas privados. El propósito del CCE era el de presentar un frente único ante los “excesos” del gobierno de Echeverría y aumentar la capacidad de presión-negociación de los representantes del sector empresarial. Se trata de que los empresarios lograsen  “una sólida unidad y coordinación de intereses de todos los sectores activos del país”, “de que la empresa privada retorne a su tradicional papel como elemento motor de la economía”. La empresa privada no ocultaba el deterioro de sus relaciones con el Estado. Por su parte, Echeverría, además de declarar que no se venderían empresas estatales, fue enfático al afirmar: “que el modelo de desarrollo de las últimas tres décadas había favorecido esencialmente a los grupos empresariales e industriales. Y que de lo que se trataba ahora, era de atender las necesidades y aspiraciones de los sectores más numerosos del país”. La confrontación social y política del gobierno con la gran burguesía financiera, beneficiaria del desarrollo estabilizador era evidente, en esta confrontación la oligarquía financiera resultaba triunfadora lo que condujo al fracaso de la estrategia del desarrollo compartido propuesto como el eje de la política económica del presidente Luis Echeverría.

Como en la lucha social y política es el poder económico el que se impone; en este sentido, la rápida modernización de la economía mexicana en la segunda mitad de la década de 1970, favoreció la consolidación del capital bancario e industrial y su fusión en capital financiero. En situación de crisis el proceso se acentuó debido a la capacidad de crédito y financiamiento que el gran capital industrial nunca pierde. Asimismo, al consolidarse el poder de los grupos monopólicos asociados al capital financiero trasnacional se vigoriza el proceso de internacionalización e inserción del capital extranjero en la economía. Con las reformas a la Ley Bancaria de 1972 y 1975 se creó el marco jurídico favorable para la aparición y desarrollo del llamado Sistema de Banca Múltiple; es decir, la fusión del capital bancario con el industrial, el hipotecario y el capital de préstamo. Para el año de 1977, 26 multibancos existentes controlaban el 90% del total de los recursos bancarios y del capital de la banca privada; de ellos Banamex, Bancomer, Serfín, Comermex manejaban cerca de las tres cuartas partes del capital de los multibancos, mientras que solo los dos primeros disponían del 50% del total de recursos y depósitos del país. Este enorme dominio sobre los principales recursos financieros produjo la absorción o desaparición de multitud de bancos pequeños y medianos, proceso que provocó un fuerte proceso de monopolización del capital financiero. En este mismo sentido, se expresa Tello (2004) al explicar que desde antes de 1970, había prevalecido en México la especialización de los servicios financieros. En el caso de las instituciones de crédito, predominaban tres tipos: los bancos de depósito, los de crédito hipotecario y las sociedades financieras. Antes, en 1970, se había introducido en la legislación bancaria el concepto de grupo financiero. Posteriormente, con las reglas publicadas en marzo de 1976 los grupos financieros ya autorizados y que venían operando en el país pudieron evolucionar hacia la banca múltiple o universal. A finales de 1978 ya eran 22 las instituciones que operaban como banca múltiple, incluidas, desde luego, las más importantes. Ya para ese año, el 90% del total de los pasivos bancarios estaban depositados en este tipo de instituciones. La banca especializada disponía sólo del 10% restante. Bajo el liderazgo de la banca múltiple se empiezan a agrupar muy diversos intermediarios financieros no bancarios (casas de bolsa, aseguradoras, bodegas de depósito, afianzadoras, sociedades de inversión, factoraje, arrendadoras, entre otras) que son propiedad de la banca múltiple y que actúan a partir de los intereses del grupo al que pertenecen. Posteriormente, pero en un muy breve lapso de tiempo, a los grupos financieros ya integrados se suman todo tipo de empresas industriales y de servicios, muchas de ellas pertenecientes a las antiguas sociedades de inversión. Para 1978 existían grupos fuertes y bien consolidados que comprendían las actividades de la banca, las de otros intermediarios financieros y las empresas  productoras de bienes y servicios. La operación y los intereses bancarios predominaban sobre los demás. En la industria también se presentó un proceso similar de concentración. En 1975, el 0.7% de los grandes establecimientos censados producía el 60% del valor total de la producción industrial y disponía del 63% del capital invertido. En cambio, las pequeñas empresas que ese mismo año representaban el 81% de los establecimientos, solo produjeron el 2.1% del valor de la producción y poseían el 1.9% del capital fijo invertido en la reparación y adquisición de maquinaria y equipo. Son precisamente las grandes empresas monopólicas articuladas a los bancos las que dominan las ramas básicas y más dinámicas de la industria, definen su crecimiento y, en buena parte, también el ritmo y orientación de la actividad económica general. Asimismo, en el comercio y los servicios se puede observar un acelerado proceso de monopolización. Si a lo anterior se agrega la presencia de la inversión extranjera directa (IED), del capital de préstamo del exterior y de las corporaciones trasnacionales en México, se aprecia la enorme importancia que adquiere el capital monopolista en la orientación y contenido de la economía del país. Año tras año aumenta la participación de la IED en la producción industrial. Esta pasó del 20% en 1962, al 28% en 1970, en 1978 su participación alcanzó aproximadamente el 35% del valor de la producción industrial nacional. La IED controla más del 40% de los bienes intermedios y más del 60% de bienes de consumo durable y de capital. A partir de 1961 la compra de empresas locales ha sido, por excelencia, la forma de penetración de las empresas trasnacionales; de 1970 a 1972, aproximadamente el 70% de la creación de empresas foráneas se realizó mediante la adquisición de empresas nacionales ya existentes.

Hasta antes de la nacionalización de los bancos, Morera (1998), afirma que existía una poderosa oligarquía integrada por 26 familias. Se constituyó a partir de dos núcleos básicos: el industrial-financiero y el financiero-industrial. El primero estaba integrado por 24 familias, cuyo centro de poder económico de decisión estuvo concentrado en el sector productivo, básicamente el industrial y en menor escala el comercio, articulados con el capital financiero. El segundo estuvo compuesto por dos familias, propietarias de Banamex y Bancomer, cuyo centro de poder estratégico estuvo centrado en el capital bancario, a través del cual controlaban empresas industriales, comerciales y de servicios. Es contra esta segunda fracción de la oligarquía financiera contra la que se orienta la posterior nacionalización bancaria.

Aguilar et al (1982) escriben que durante el gobierno de López Portillo (1976-1982) el petróleo constituye el eje de su política económica y social y, que si bien su auge fue importante y retardó considerablemente el inicio de la crisis, aún antes de que ésta se hiciera evidente estaban ya en acción desequilibrios que acusaban profundas contradicciones. La versión según la cual todo se desarrollaba en forma normal hasta que las condiciones externas desfavorables hicieron perder el impulso al desarrollo es parcial; en el mejor de los casos es una verdad a medias. Pues si bien es verdad que la baja de los precios de las materias primas y particularmente del petróleo, la sobre-producción de sus economías y las restricciones comerciales impuestas por los países desarrollados y el desmedido aumento de las tasas de interés en el mercado financiero internacional fueron factores muy desfavorables, sería inaceptable convertirlos en la causa principal de la crisis a la que se enfrentó el país. Como lo es también pensar que tal crisis sea solo financiera, y que se debió fundamentalmente a la acción especulativa de los banqueros privados y a la fuga de divisas. La estrategia del gobierno hizo del petróleo el pivote del desarrollo, confiando en que generaría un excedente cuya utilización racional permitiría conquistar la independencia económica del país. Así se menciona en el Plan de Desarrollo Industrial de 1979, en el que se menciona que la posibilidad de superar la crisis radica en el potencial financiero que proporcionan los excedentes derivados de la exportación de hidrocarburos. Por primera vez se tendría una verdadera independencia financiera que asegure la autodeterminación nacional al país y dar un salto decisivo en su historia. Este fue acaso el más serio error. La crisis y aun las fallas de la estrategia que algunos dieron en llamar del “desarrollo estabilizador”, se atribuyeron esencialmente a la dependencia financiera externa y de ahí a pensar que si ésta se superaba no habría crisis ni graves problemas. Aunque la producción y exportación de hidrocarburos aumentaron incluso en forma espectacular, el monto del excedente fue inferior a lo que se esperaba y buena parte del mismo lo absorbieron el propio PEMEX y los gastos corrientes del gobierno; el incremento de la producción agrícola fue inestable y tuvo un costo muy elevado, el desarrollo manufacturero se  rezagó y las exportaciones no petroleras no aumentaron; las importaciones, en cambio, en parte incluso de bienes de consumo se dispararon; los recursos financieros internos y en particular los de origen fiscal resultaron cada vez más insuficientes, la deuda externa sobre todo del Estado creció abruptamente y surgieron profundos desequilibrios estructurales, enormes déficits y estrangulamientos que revelaban graves contradicciones. Si la cuantiosa exportación petrolera pudo modificar el signo de la balanza comercial y de pagos, en parte porque el crecimiento económico de la etapa de auge se hizo descansar grandemente en costosas importaciones, y en parte porque, en vez de financiar esas compras con recursos propios acumulados con anterioridad, se recurrió cada vez más a la inversión y sobre todo al crédito externo, lo que reclamó grandes cantidades de divisas tan solo para cubrir los envíos de dividendos y el servicio de la deuda, conceptos que entre 1978 y 1981, exigieron 21,725 millones de dólares. En ese mismo lapso, la afluencia de capital del exterior a través de créditos fue de 35,727 millones de dólares, lo que explica que solamente en los cinco primeros años del gobierno la deuda externa pasara de 26 mil a 80 mil millones de dólares. Lo anterior demuestra que, lejos de que la nueva estrategia acabara con la dependencia del capital extranjero, ésta se acentuó grandemente. Hasta mediados de 1981, en que la producción y exportación de petróleo aumentaron con celeridad inusitada y los préstamos y aun la inversión extranjera directa fluyeron en cantidades cada vez mayores, aun los crecientes desequilibrios de la balanza de pagos y la fuga de dólares que la inflación y el temor a la devaluación precipitaban, pudieron compensarse sin mayor dificultad. Pero cuando esa corriente de fondos se contrajo y sobre todo cuando los bancos extranjeros, preocupados por la enorme deuda externa, comenzaron a no autorizar renovaciones y a no conceder nuevos créditos, la crisis estalló de golpe; a tal grado que el 17 de febrero de 1982, el Banco de México anunció su retiro temporal del mercado cambiario, después de asegurar que la medida no implicaba alteración alguna con el tradicional régimen de libertad cambiaria. El retiro del Banco Central y la consecuente devaluación del peso que de inmediato lo hizo caer de 26 a 37 por dólar. La crisis siguió su curso. Así el 1° de agosto del mismo año, se produjo una nueva devaluación del peso, el que tan solo en un día cayó de 49 a 80-87 por dólar. En estas circunstancias de crisis severa se produjo la nacionalización de los bancos el 1° de septiembre de 1982, en cuyo informe el Presidente de la República, José López Portillo, citado por Aguilar el al (1982), señaló: “México, al llegar al extremo que significa la actual crisis, no puede permitir que la especulación financiera domine su economía. Tenemos que cambiar. Esta crisis que hemos llamada financiera y de caja, ya amenaza seriamente la estructura productiva. La producción no encuentra la forma de financiarse. Se está sofocando. Tenemos que organizarnos para salvar nuestra estructura productiva y proporcionarle los recursos financieros para seguir adelante; tenemos que detener la injusticia del proceso perverso: fuga de capitales-devaluación-inflación. Para responder a ellas he expedido en consecuencia dos decretos: uno que nacionaliza los bancos privados del país y otro que establece el control generalizado de cambios. Es ahora o nunca. Ya nos saquearon. México no se ha acabado. No nos volverán a saquear”. Las cifras dadas por el presidente fueron en verdad impresionantes. Tan solo en los dos o tres últimos años salieron del país 22 mil millones de dólares, con los que se abrieron cuentas bancarias por 14 mil millones de dólares y pagaron enganches y abonos iniciales por compras de inmuebles en los Estados Unidos, del orden de 8500 millones. 54 fueron los bancos privados expropiados: 29 que operaban como banca múltiple, es decir, en los más diversos campos dentro de una sola institución o grupo; 25 como bancos especializados, en general de carácter regional y de menos importancia. En conjunto contaban con una planta laboral de 150 mil empleados. Los expropiados fueron los activos, o sea los recursos totales de los bancos, que al 30 de junio de 1982 ascendían a 2 billones 400 mil millones de pesos. Para apreciar mejor el alcance de la expropiación debe recordarse que además, formando parte de los activos de los bancos expropiados, estaban las inversiones en compañías de seguros, afianzadoras, casas de bolsa, arrendadoras, etc., y también empresas industriales y comerciales; a la suma ya señalada habría que añadir, otra no despreciable, por tales conceptos. La nacionalización de los bancos fue sin duda importante, fue una decisión política de alto nivel, de las de mayor significación en mucho tiempo, y no simplemente un acto administrativo o burocrático; pero reforma real y no mera palabrería demagógica y reformista como la que tanto se ha oído a lo largo de los años. A diferencia de la nacionalización de la industria eléctrica en la década de los 60, que al margen de su utilidad resultó de un entendimiento con los propietarios y aun de la presión ejercida por los mismos, que querían vender cuanto antes sus viejas instalaciones y equipos, la de los bancos fue una expropiación, lo que por si solo da cuenta del carácter y alcance de la medida, de la intensidad de las contradicciones sociales que la crisis hizo surgir no solo entre capitalistas y trabajadores, sino incluso en el seno de la clase dominante y del explicable y profundo descontento que hubo entre los ex banqueros. La estatización de la banca tampoco fue el costoso y demagógico expediente de otras ocasiones para salvar a costa del pueblo, a alguna empresa privada al borde de la quiebra. De un total de recursos bancarios de 6 billones 620.7 mil millones de pesos, el Estado controlaba, antes del 1° de septiembre de 1982, 3 billones 746.9 mil millones, o sea el 57%. Esta cifra, sin embargo , no es representativa del acceso real que el Estado tenía a los recursos bancarios, pues a ella habría que añadir al menos dos conceptos: las disponibilidades en poder del Banco de México, o sea la reserva de caja o “encaje” que los bancos privados y mixtos estaban obligados a depositar en el Banco Central, que a junio del año de la expropiación eran de un billón 667.6 mil millones de pesos, y las inversiones en valores gubernamentales y los créditos al sector público, que en conjunto eran de aproximadamente 215 mil millones, lo que indica que en realidad, el Estado controlaba, antes de la expropiación bancaria, alrededor del 85% de los recursos en poder del sistema de crédito. La nacionalización bancaria afectó gravemente a prominentes miembros de la oligarquía financiera y a ciertos grupos monopolistas, a otros les causó daños considerables pero no decisivos, pero para el pequeño grupo de dirigentes, el daño fue muy serio. La estatización de los bancos, no fue la culminación lógica de una política determinada. El gobierno defendió hasta el último momento el régimen de banca privada y la libertad de cambios. Y, de no haberse agravado la crisis, todo hace pensar que hubiera continuado con la misma política, pero temió que el sistema capitalista en su conjunto se hundiera, por lo que no le quedó otra alternativa que la nacionalización de los bancos, para frenar la ola especulativa. Con la estatización de los bancos y el control de cambios el Estado no solo golpeó a sus declarados enemigos –los banqueros-, sino que tomaba en sus manos un sistema que podría permitir cerrar la hemorragia de la fuga de capitales, fortalecer las débiles finanzas gubernamentales y contribuir a mitigar los efectos de la crisis. Todavía más. La toma por el Estado de la parte sustancial de la banca que todavía estaba en manos privadas consumaba en realidad un proceso iniciado desde los años veinte del siglo XX cuando se fundó el Banco de México y que en una situación tan difícil como la que se presentó que cerraba las puertas al endeudamiento externo, pudo permitir al gobierno y las empresas estatales, contar con nuevas fuentes de financiamiento para cubrir los cada vez mayores gastos productivos e improductivos que el proceso de acumulación capitalista exigía. En cuanto al control de cambios, en realidad se impuso cuando ya no había divisas que retener, y por tanto, más bien como una medida para evitar que en el futuro vuelva a ser “saqueado” el país.


4. Conclusiones

Las reformas cardenistas, principalmente la estatización del petróleo y los ferrocarriles, así como la liquidación de la vieja hacienda latifundista heredada del porfirismo con fuertes resabios pre-capitalistas –peonaje por deudas y tiendas de raya--, sentaron las bases económicas para el desarrollo del capitalismo industrial y financiero en el período (1940-1970). El triunfo del capitalismo industrial y financiero implicó la derrota y control del movimiento por parte del Estado, a través de la represión e imposición –“charrismo”- de dirigentes afines al gobierno y empresarios privados en los principales sindicatos: ferrocarrileros (1948), petroleros (1949) y mineros (1951). En 1958-1959, resurgió el movimiento popular, siendo el ferrocarrilero el más importante en su lucha por rescatar a su gremio del control oficial, pero fue reprimido y derrotado violentamente.

El desarrollo del capital industrial y financiero fue acompañado por la activa participación del Estado en la Economía, a tal grado que para 1982, las empresas estatales alcanzaron la cantidad de 1155, la mayoría creadas y/o adquiridas durante el período 1970-1982, configurando la formación de un Estado “empresario”.

Para 1970 en el marco de la crisis mundial del capitalismo, el capitalismo industrial y financiero entra en crisis. Esta favorece la consolidación del capital financiero, ya que es en ésta década cuando se produce la concentración y la centralización del capital financiero con la creación de la banca múltiple o universal. Con esta se genera un mayor entrelazamiento del capital financiero con las empresas industriales y de servicios.

En el ambiente de crisis se produce la confrontación del gobierno con el capital financiero, dando como resultado la creación del Consejo Coordinador Empresarial (1975), organización política-empresarial para enfrentar a la política económica de Luis Echeverría, particularmente al Estado “empresario”, confrontación que culmina con la nacionalización de los bancos en 1982 al final del gobierno de José López Portillo.

Los gobiernos de Luis Echeverría  y López Portillo fueron la respuesta a la enorme desigualdad socio-económica, generada por "el desarrollo estabilizador" o "milagro mexicano", caracterizado por priorizar la estabilidad económica para alcanzar la industrialización del país a costa de la pobreza del pueblo trabajador. Por consiguiente, sus políticas económicas estuvieron orientadas a lograr una mejor distribución social del ingreso en beneficio de las clases populares.

Conforme se desarrolla el capitalismo: del industrial al financiero (1940-1982) se produce la concentración de la riqueza en un reducido número de empresarios, a tal grado que antes de la nacionalización de los bancos en septiembre de 1982, un reducido número de grupos financieros –alrededor de 26- conforman una verdadera oligarquía financiera  que concentra la riqueza, contrastando con la extensión de la pobreza en sectores cada vez más amplios de los trabajadores.


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